Bienvenido a Comunicación Política Nacional y Popular





Un abrazo popular y nacional
Osvaldo L Conde







Powered By Blogger

Mi lista de blogs

Buscar este blog


miércoles, 14 de julio de 2010

COMUNICACIÓN, CULTURA Y DESARROLLO

Este material se utiliza con fines exclusivamente didácticos


Incorpramos una copia del capítlo del libro "Memoria de la comunicación" de

Héctor Schmucler (Editorial Biblos; 1ª ed., Buenos Aires, 1997), que lleva por título "Comunicación, cultura y desarrollo", donde se expone con claridad cuales son las razones de aquellos medios, en general los oligopólicos y monopólicos, que tienen para intentar homgeneizar el pensamiento general. Enetendemos que el texto será un buen soporte para el Curso.

En el documento que acompañaba a la invitación a participar en esta mesa redonda se pregunta: “¿Cuál es el papel de los sistemas de comunicación masiva en la configuración de las culturas nacionales y en la preservación de las identidades y pluralidades nacionales? ¿Cómo influyen los flujos internacionales de mensajes culturales?”. La brevedad del tiempo asignado a cada uno de nosotros para exponer nos obliga a transitar entre dos riesgos: el de cierto esquematismo o el de verse bruscamente interrumpido por el moderador. Prefiero correr el primero.

Se me ocurre, para empezar a contestar la pregunta formulada, sustentar la premisa: consideramos deseable la existencia de culturas nacionales y la preservación de pluralidades culturales. Esta premisa, esta toma de posición, es menos obvia de lo que parece. No siempre las declaraciones sobre el tema se armonizan con las acciones. Afirmar la voluntad de mantener y reforzar las identidades culturales nacionales compromete no sólo el pensar, sino también un actuar en los múltiples campos del hacer humano que conforman lo que genéricamente se llama cultura: la forma concreta como viven los hombres y mujeres de un lugar y una época determinada. En consecuencia, defender y reforzar las culturas nacionales no alude simplemente al rescate del folclore (que muchas veces disimula una nostalgia culposa). Se trata de considerar el transcurrir cotidiano de los individuos, es decir, su forma de trabajar, las relaciones económicas que establecen, su vinculación con la sociedad, sus creencias religiosas, su sentimiento del amor, su actitud ante la muerte, sus ideas sobre el tiempo y el espacio.

Señalar, pues, que uno cree deseable el mantenimiento y reforzamiento de identidades culturales nacionales compromete el resto del discurso. En este mismo camino, si la idea de pluralidad cultural la asumimos como concepto positivo defendible, vamos a reflexionar y a imaginar acciones en un sentido determinado. A la inversa, si nuestras convicciones (conscientes o no) sesgan negativamente estos conceptos de identidad y pluralidad, las acciones que se promuevan estarán cargadas de esa manera de ver negativa. Es prioritario, entonces, señalar un punto de partida. Como no es oportunidad, la de esta mesa redonda, para teorizar sobre estos temas, las afirmaciones deberán resignarse a ser peticiones de principio: yo creo beneficioso el mantenimiento de las identidades culturales nacionales tanto como el propiciar la pluralidad cultural, es decir, el reconocimiento de la legitimidad de las diversas culturas. Tratemos de vincular esta afirmación con las preguntas iniciales e imaginemos que los “sistemas de comunicación masiva” y “los flujos internacionales de mensajes culturales” influyen en sentido contrario a la configuración de “culturas nacionales” y a la “preservación de identidades y pluralidades culturales”. El tema no es novedoso. Ha merecido, desde hace años, la atención de estudiosos y organismos internacionales, regionales y locales. Tampoco es original el intento de formular indicaciones para neutralizar o revertir esas tendencias consideradas copio negativas. A estas indicaciones quisiera referirme brevemente.

Sugiero clasificarlas respuestas posibles alas distorsiones causadas por los medios masivos y por los flujos internacionales de mensajes en dos grandes tendencias: “Respuestas reglamentario-coercitivas” y “Respuestas orgánico-consensuales”. Las respuestas del primer grupo, las que llamamos reglamentario-coercitivas, las más tradicionales y frecuentes, ofrecen dos caras:

1. Respuestas coercitivas negativas: son las que plantean, por ejemplo, la necesidad de reglamentaciones tendientes a impedir que los flujos internacionales atenten contra las culturas nacionales.

2. Respuestas coercitivas positivas: propician legislaciones que impongan, por ejemplo, la obligatoriedad de producción y difusión de obras de origen nacional.

Las respuestas orgánico-consensuales (perdonen ustedes esta especie de neologismo, pero no sé cómo expresarlo de otra manera) indican en primer lugar la necesidad de generar condiciones socioculturales para que sea posible una voluntad colectiva de preservación de las identidades culturales. A su vez, y vinculado de manera inescindible con esta posibilidad de voluntad colectiva, resulta obligante el auspiciar el reconocimiento colectivo de las pluralidades. Este punto de vista se diferencia marcadamente de las respuestas reglamentario-coercitivas. Trataré de explicar esta diferencia; al menos, lo que presupone esta diferencia para mi espíritu.

Parto de la sospecha de que no es innata, ni expresa hoy una voluntad generalizada, la defensa de las identidades nacionales, ni el reconocimiento de las pluralidades. Por lo tanto, cuando hablo de respuestas

Este artículo constituyó originariamente una presentación a la mesa redonda sobre Comunicación y Desarrollo organizada por IPAL en Lima (mayo de 1996). Publicado en Comunicación y Desarrollo, Lima, IPAL, 1987. 4

orgánico-consensuales, estoy sugiriendo la necesidad de crear una voluntad colectiva, es decir, de un reconocimiento deseado y consciente de estos valores. Como se ve, es lo contrario de promulgar reglamentaciones que, a veces, se oponen a las voluntades colectivas.

También exige alguna reflexión el “auspiciar condiciones culturales para el reconocimiento colectivo de las pluralidades”. Creo que el dilema actual –el dilema del mundo y no de las comunicaciones sectorialmente consideradas– radica en la pugna entre pluralidad y homogeneidad. Enfrentamiento profundo que abarca prácticamente a todo el planeta. La pluralidad, enfrentada a la homogeneidad, debería entenderse como el reconocimiento de lo otro y no como la tolerancia de lo otro. El matiz es definitorio y podría ayudar a distinguir entre conceptos próximos como pluralismo y pluralidad. El pluralismo convoca sólo a la tolerancia: se admite que en un mismo campo de intereses haya aproximaciones distintas de las de uno mismo. Desde nosotros, aceptamos la existencia de lo diferente: lo otro queda incluido corno parte de nuestro propio mundo. El reconocimiento de la pluralidad presupone la existencia de concepciones globales distintas de las nuestras; consentidos y valores que exigen –para comprenderlas– un descentramiento de nosotros mismos. El otro, en este caso, no se constituye desde nosotros, sino originariamente. No presupone otra mirada de la misma realidad (establecida por nosotros), sino una mirada que percibe su propia realidad. Hemos dado un salto. Hay que reconocer que la pluralidad establece un desafío difícil a nuestro logoantropocentrismo. Desafío complejo e inquietante, sobre todo porque creo que la tendencia dominante marcha en sentido contrario, hacia el reinado de la homogeneidad.

Quisiera formular un par de consideraciones sobre esta tendencia dominante hacia la homogeneidad y que tienen que ver con nuestro tema:

1. Pareciera que –por naturaleza– los medios masivos de comunicación tienden a la homogeneización. Si no fuera así, si los medios masivos fueran puros instrumentos “utilizados “circunstancialmente como elementos homogeneizadores, podrían cumplir, en un mismo espacio social, un papel no homogeneizante. El problema radica en que no son los medios masivos de comunicación responsables autónomos de los procesos de homogeneización cultural. Es la sociedad, o mejor dicho, las formas concretas de existencia de los hombres en la sociedad, lo que produce el efecto homogeneizador. En realidad, los medios son parte de esa manera de vivir.

2. Las nuevas tecnologías para el manejo de la información aceleran esta tendencia a la homogeneización. La difusión de algunos patrones tecnológicos contradice, muchas veces, las concepciones témporo-espaciales en las que se sustentan las culturas locales donde se instalan y predominan estos procesos tecnológicos. Enfatizo la variable témporo-espacial porque son coordenadas sobre las cuales reconocemos, al menos hasta el día de hoy, todas las culturas conocidas. El cambio sustantivo que estamos viviendo en la actual transformación tecnológica afecta, justamente, las ideas largamente arraigadas sobre el tiempo y el espacio.

Hace cuarenta años algunos integrantes de la Escuela de Frankfurt se interrogaban sobre aspectos similares a los que nos preocupan cuando hablamos de mensajes masivos. (Es agradable para mí reconocer públicamente que Antonio Pasquali, mi co-ponente en esta oportunidad, fue tal vez el primero en difundir los estudios frankfurtianos en América latina.) La pregunta persiste: ¿pueden los medios masivos no ser homogeneizantes? Ya se sabe que, en los estudios sobre comunicación masiva, este perfil cultural de la inmediata posguerra fue reemplazado en buena medida por los enfoques funcionalistas que se expandieron a partir de los teóricos norteamericanos. Hoy, cuando volvemos, con renovadas fuerzas, a inquietarnos por identidades y pluralidades, nos resulta estrecho el campo diseñado por el funcionalismo (de derecha y de izquierda) acostumbrado a pensar la comunicación masiva vinculada solamente a modelos de desarrollo únicos e indiscutibles. También ciertos lugares comunes sobre lo que se ha dado en llamar “políticas de comunicación” deberían ser revisados a la luz de estos conceptos.

Insistamos en nuestro tema específico: comunicación y cultura. ¿Cuál es el campo semántico recortado por el concepto de comunicación? También en este caso se requieren ciertas precisiones para avanzar en la búsqueda que nos hemos propuesto. “Comunicación”, así como “cultura”, expanden tanto su significación que termina siendo inabarcable. Para nuestro objetivo, distinguiremos centralmente dos maneras de concebir la comunicación:

1. la comunicación en un sentido técnico-instrumental es decir, las distintas maneras de transmitir algo separable, en unidades de información, y

2. la comunicación en sentido ontológico-moral (o antropológico, constituyente de lo humano): es decir, como manera de ser de los hombres en el mundo.

Nuestro interés se fija en esta segunda perspectiva, puesto que nos preocupan los estilos de vida, o sea, el vivir humano en el mundo. Desde esta óptica observamos la comunicación técnico-instrumental que,

3. sin duda, es la versión dominante en casi todo el planeta. La tecnología redimensiona su importancia (diríamos que es más y menos insignificante al mismo tiempo); la redefinición de los sistemas comunicativos deja de ser un mero problema de transferencia tecnológica –con sus virtudes y sus peligros para la economía y la autodeterminación de los países periféricos–, para interesar al destino mismo de las culturas. Vista así la comunicación, como constituyente de lo humano, como momento de trascendencia de lo individual, de comunión con el otro, modifica su relación con el concepto de cultura. Deberíamos entonces hablar de una relación comunicación-cultura, es decir, de espacios semejantes y no de “comunicación y cultura”, que al unir los dos términos con una cópula presupone su diferencia. Si prosiguiéramos con esta reflexión tal vez llegaríamos a sugerir la conveniencia de pensar la comunicación como cultura.

Regresemos un minuto a la tecnología para afirmar que las tecnologías de comunicación –como cualquier otra– no son neutras, es decir, que su diseño y utilización implican formas más o menos previstas de relaciones entre los seres humanos. Si es así, la percepción del mundo al que aspiramos está también incluido en las tecnologías que utilicemos en su construcción. Comunicación y desarrollo son variables mutuamente dependientes. Qué comunicación para qué desarrollo podría ser una cuestión previa a cualquier postulación específica de políticas comunicacionales. Ya nadie discute que el desarrollo es un concepto artificioso que convoca más datos que las simples estadísticas económico-sociales. Falta en cambio un largo camino a recorrer para que la comunicación sea entendida no sólo como un instrumento cuyo signo positivo o negativo depende más de quien lo use que de las relaciones que por sí misma tiende a implantar. ¿Cómo actúa la tecnología para facilitar o impedir la comunicación en el sentido antropológico a que nos hemos referido? He aquí la pregunta que considero sustancial, si es que con desarrollo queremos hablar del bienestar (material y espiritual) de los seres humanos.

El mundo informatizado, hacia el que parece apuntar la impresionante expansión de las nuevas tecnologías para el manejo de la información, configura una manera de existir, una cultura, y no una simple ampliación de potencialidades ya existentes. Expresión de la comunicación en sentido técnico-instrumental, no es seguro que también favorezca la otra, la que consideramos prioritaria. Los datos de que disponemos permiten sospechar que la creciente automatización de los procesos productivos materiales e intelectuales configuran seres dependientes de tina lógica multiplicadora de objetos, (le sistemas de control, de una vida humana administrada. Y la planeación administrativa de la existencia se compadece poco con el ser de los humanos, que se dilata en zonas difícilmente cuantificables, como el deseo y el amor. Si el futuro no es algo previamente existente, al que sólo tenemos que llegar –como lo ha insinuado algún ponente de esta mesa redonda–, sino una creación que está en germen en nuestro presente, las decisiones que se tomen hoy sobre las tecnologías de información prefigurarán el universo inmediato.

En fin, resumo una serie de expresiones de deseo que algunos podrían entender como un programa de acción: a) buscar la pluralidad, no tolerarla; b) saber que hay un otro tan digno de existir como nosotros mismos y que ese existir puede pasar por pautas culturales diversas a las nuestras; c) propiciar las condiciones para que la pluralidad –la convivencia de culturas– sea posible; d) luego, sólo luego, decidir nuestras opciones técnicas; e) no aceptar, como lo auspiciaban los ludditas hace dos siglos en los albores de la primera revolución industrial, ninguna máquina que atente contra la felicidad de los seres humanos.


LA INVESTIGACIÓN (1982): UN PROYECTO DE COMUNICACIÓN Y CULTURA∗

En los últimos tiempos se han ido desmoronando muchos de los edificios intelectuales que hasta poco antes imaginábamos perdurables, cuando no definitivos. Historia colectiva y saberes individuales se combinaron para construir esta nueva lucidez crítica, de cuyo cuestionamiento no escaparon los temas vinculados a la comunicación y la cultura. En el número tres de esta revista, hace ya diez años, sosteníamos con Armand Mattelart que “resulta estrecho considerar exclusivamente los fenómenos localizados en el clásico esquema emisor-canal-receptor para entender la significación que adquieren los «mensajes» que circundan al hombre”. En aquellos momentos, la llamada ciencia de la comunicación imponía su soberbia con diversos ropajes. Algunos atuendos ya mostraban arrugas: estadísticas, modelos cibernéticas, análisis de contenidos manifiestos; otros tenían el encanto de la moda reciente: formalizaciones semiológicas, teoría de las ideologías, análisis automático del discurso. Los partidarios de uno y otro campo establecían precisos antagonismos que a veces dieron lugar a disputas apasionadas. Nosotros también estábamos en ese juego que parecía tener como apuesta la conquista de la verdad.

Para los que negaban el funcionalismo dominante, el auténtico conocimiento tenía otro rostro: la materialidad del lenguaje, la materialidad de las ideas, las estructuras de significación que se ocultaban bajo la superficie del discurso y que debían ser develadas de manera implacable. Aquello, lo otro, era ideológico: construcción falsa de las apariencias del mundo; esto, lo propio, era la realidad sustantiva, profunda, descubierta a través de las trampas sembradas por la ilusión de transparencia que ofrecían las cosas. La ciencia del funcionalismo era un simulacro; la sustentada en el materialismo, se decía, representaba la realidad objetiva. Apenas si sospechábamos entonces, al menos en América latina, que no era cuestión de predicados, sino que lo que estaba tambaleando en el mundo entero era el concepto mismo de ciencia.

En el Cono Sur, lugar geográfico donde crecían nuestras reflexiones, las ideas se encarnaban en hechos sociopolíticos con consecuencias dramáticas. En 1973 un golpe militar terminaba con el gobierno de la Unidad Popular en Chile y la muerte de Salvador Allende se convirtió en el símbolo de un fracaso. Seis años antes, en Bolivia, la agonía del Che Guevara desencadenaba interrogantes irresueltos hasta hoy. Cuando en 1974 señalábamos nuestra sospecha sobre los límites de algunas concepciones teóricas, en la Argentina se entretejían los hilos de una tragedia que tendría un momento destacado en marzo de 1976. Las ideas, en algunos países de América latina, no sólo se configuraban en un espacio histórico que le servía de marco, sino que eran partícipes de los acontecimientos. La “teoría de la dependencia”, además de un esquema interpretativo de la realidad, fue, en algunas circunstancias, la matriz sobre la que se montaron acciones concretas. Althusser, en América latina, no era sólo tema de tesis universitarias y polémicas académicas: inspiraba, especialmente a través de sus epígonos, modelos de prácticas políticas. Algunos libros de Regís Debray habían superado los muros de la École Normale y solían alojarse en la mochila de algún guerrillero. La teoría no pasaba a través, sino que estaba en el drama.

Fueron años de confino aprendizaje. Denunciábamos, y con razón, el uso que se pretendía hacer de los medios masivos como instrumentos al servicio de un modelo de desarrollo inspirado en las universidades norteamericanas que, de paso, impediría la expansión de las acciones insurgentes de los pueblos latinoamericanos. Señalábamos que la proliferación de facultades y escuelas consagradas al ideal de “la comunicación para el desarrollo”, enmarcadas en proyectos como la Revolución Verde o la Alianza para el Progreso, facilitaba la vinculación de América latina a los intereses hemisféricos de Estados Unidos. En nombre de la ciencia, se expandía una cultura que consagraba la dominación. La ciencia de la comunicación rebautizaba el nombre de institutos de enseñanza superior que antes se denominaban “de periodismo” o que se aceptaban como lugares de educación en técnicas informativas. Una bibliografía generosamente distribuida por todos los países insistía en el mérito de lo científico en reemplazo de lo que hasta entonces era mero arte, oficio. Los doctos en comunicación podrían llamarse comunicólogos. En el seno de la institución universitaria, la ciencia igualaba jerarquías: las modestas escuelas pasaban a ser facultades. La ciencia consolidaba la autenticidad de los conocimientos, volvía indiscutibles las opiniones de quienes ejercían la profesión (porque ya no eran simples opiniones) e imponía una exigencia soberana: la investigación. Investigar fue el fantasma que habitó los sueños de dignidad científica en los estudios de comunicación. Obsesión y tormento. La ecuación era simple: la verdad se alcanza únicamente con la ciencia y la ciencia es sinónimo de investigación. Sólo era necesario difundir la llave maestra que abría el camino regio: el método. Los programas de enseñanza incluyeron, en consecuencia, la “metodología de la investigación científica”.

Funcionalistas o no, casi todos invocaban una verdad científica y cualquier heterodoxia metodológica estimulaba las iras de laicos sacerdotes del saber. Para la ciencia funcionalista el dato cuantitativo era la realidad en sí. Desde otro bando se denunciaba la falacia: la realidad, justamente, está disimulada por esa apariencia de realidad. La ciencia, la verdadera, era la que podía atravesar la opacidad del sentido común para descubrir las leyes estructurales que rigen los procesos naturales, sociales o históricos. Si se cometían errores, eran producto de la falta de destreza de los seres humanos que no atinaban a derribar las barreras levantadas por la episteme. Pero la ciencia estaba allí, definitiva, para arrancar las verdades que el mundo se resistía a mostrar. Lo importante era descubrir cómo interrogar; el qué no ofrecía dificultades. Aldo Gargani apunta con agudeza: “El drama religioso de la racionalidad moderna consistió, por lo tanto, en plantearse como manifestación o evangelio de una verdad que traduce un mundo en que toda cosa está lógicamente decidida y nada, o casi nada, es dejado a los procesos constructivos del saber. Un rasgo esencial de la racionalidad tradicional fue la tendencia a inscribir la investigación sobre el fondo de una escena intelectual en que para cada pregunta está ya predispuesta simétricamente la respuesta” (Crisis de la razón, Siglo XXI). En aquellos años tal vez no teníamos suficiente conciencia de que el derrumbe de esa racionalidad había comenzado desde hacía mucho. La “crisis de la razón” movilizaba a algunos sectores del pensamiento europeo. En América latina, algunas certezas se teñían con la sangre de quienes las postulaban. Sangre que no era simbólica, que no sólo se derramaba en proclamas encendidas. Fue más desprolija esta experiencia latinoamericana, donde habitaba la muerte. Pero no demasiado distinta de la que se padecía en los claustros académicos o en los recintos políticos del otro mundo, al que la metáfora biológica llama desarrollado.

Comunicación y Cultura participó del estremecimiento intelectual y político. Su vida chilena apenas si alcanzó al primer número. La etapa posterior, en Buenos Aires, se extendió hasta el número cinco. Los que siguieron, incluido este número doce, se editaron en México. Uno de los directores vive en Francia desde 1973, obligado a salir de Chile después del golpe de Estado. El otro tuvo que abandonar su país, Argentina, en 1976, y se radicó en México. La política determinó una especie de diáspora que significa desgarramientos, pérdidas, nostalgia infinita; el cuestionamiento intelectual fue marcando su presencia en las sucesivas entregas de la revista. No es mérito que pueda personificarse el que sus páginas permitan recorrer una de las historias, tal vez la más compleja, de los estudios vinculados a la comunicación en América latina.

Hoy ya creemos saber algunas cosas y a partir de ellas imaginamos un lugar posible para Comunicación y Cultura. Ya lejos, y seguramente con otras resonancias, podríamos repetir algunos de los objetivos que señalábamos en 1973, en el número uno de la revista: “Deben emerger una nueva teoría y una nueva práctica de la comunicación que, en definitiva, se confundirá con un nuevo modo total de producir la vida hasta en los aspectos más íntimos de la cotidianidad humana”. Hoy ya sabemos que no existe una verdad, previa a nuestro conocimiento, que está esperando ser revelada; que el conocimiento es un proceso de construcción y no de descubrimiento. Hemos aprendido que las realidades son infinitamente más complejas que las anunciadas por algunas matrices teóricas. El individuo, la subjetividad, no es sólo una consecuencia: es componente decisivo que actúa en condiciones físico-naturales cuyo funcionamiento también admite el azar y lo imprevisible. Hemos aprendido a reconocernos como seres humanos cuyos deseos y placeres están en el origen de sus acciones (incluidas las colectivas). Estamos aprendiendo a no ruborizarnos cuando empleamos la palabra felicidad o amor; cuando declaramos que los seres humanos no deberían estar después sino antes de los modelos sociales y económicos que se proponen en la actualidad.

Fuimos aprendiendo, también, que ideas como las que hemos anotado no son simples votos piadosos. Por el contrario, constituyen el motor de cualquier acción contemporánea que intente superarla crisis de esta civilización que creía avanzar hacia algo y que parece lanzada a la destrucción, a la nada. Una civilización (no la civilización) mercantil, productivista, tecnocrática, ubicada en Occidente y Oriente, capitalista y socialista, que tiene horror al vacío que nos amenaza y que lo niega con hipótesis tranquilizantes. Civilización del optimismo resignado: ante lo inevitable no tiene sentido la resistencia porque esto inevitable es lo único posible, es la realización legítima de leyes inexorables. Aceptar y, en todo caso, adaptar. El posibilismo como filosofía de la sensatez.

Algunos, en cambio, creemos que se trata de una encrucijada. Que existe más de un camino y que lo único que ocurre es que los siglos recientes han ido orientando nuestra mirada para que podamos ver sólo uno. Pensando en cosas semejantes, Edgar Morin ha sabido resumir un curso deseable de acción: “Debemos resistir a la nada. Debemos resistir a las formidables fuerzas de regresión y de muerte. En todas las hipótesis, es preciso resistir. El porvenir ya no es la fulgurante marcha adelante, o, más bien, hay que resistir también a la fulgurante marcha adelante de las amenazas de sometimiento y destrucción. Más ampliamente, desde hoy 8

debemos, tenemos que resistir sin cesar a la mentira, al error, a la salvación, a la resignación, a la ideología, a la tecnocracia, a la burocracia, a la dominación, a la explotación, a la crueldad. Más aún, debemos prepararnos para nuevas opresiones, es decir para nuevas resistencias. [...] Todo puede comenzar desde no se sabe dónde, todo debe comenzar desde todas partes, por varios extremos, es preciso que se operen varios comienzos a la vez, se sincronicen, se sinergicen, hagan remolino... [... ] Preparémonos para la irremediable derrota. Aunque deseemos sobre todas las cosas ver el cese de la humillación, el desprecio, la mentira, ya no tenemos necesidad de certidumbre de victoria para continuar la lucha. Las verdades exigentes prescinden de la victoria y resisten para resistir.

“Pero preparémonos también para las liberaciones, incluso efímeras, para las divinas sorpresas, para los nuevos éxtasis de la historia...” (Para salir del siglo XX, Kairós).

Hasta aquí hemos llegado. Un proyecto de comunicación/cultura no podría continuar sin asumir esta lacerante conciencia. Para empezar, deberíamos establecer, conceptualmente, una barra entre los dos términos (comunicación, cultura) que ahora articulan y destacan sus diferencias con una cópula. La barra (comunicación/cultura) genera una fusión tensa entre elementos distintos de un mismo campo semántico. El cambio entre la cópula y la barra no es insignificante. La cópula, al imponer la relación, afirma la lejanía. La barra acepta la distinción, pero anuncia la imposibilidad de un tratamiento por separado. A partir de esta decisión, y con todo lo ya acumulado, deberíamos construir un nuevo espacio teórico, una nueva manera de entender y de estimular prácticas sociales, colectivas o individuales. No es poco lo que ya se ha avanzado: en las páginas de Comunicación y Cultura se podrían reconocer trabajos rigurosos que insinúan este rumbo; autores del mundo entero ya han aportado reflexiones iluminadoras.

Venimos de un obstinado fracaso: definir la comunicación. En consecuencia, siempre resulta problemático establecer el campo específico en donde se incluyen los hechos que nos proponemos analizar. Por supuesto que existen definiciones. Pero normalmente deben acudir a generalidades tan vastas que abarcan el universo de lo posible: todo es comunicación. El concepto de comunicación, así, carga la culpa del racionalismo que intenta formular leyes únicas para explicar el funcionamiento de fenómenos plurales. La versión cibernética de retroalimentación está en el centro de esta corriente explicativa que totaliza su visión en la teoría de sistemas. Todo se comunica, quiere decir, estrictamente, que todo se autorregula, que todo tiende a un fin. (Falta aún una historia que vincule la construcción de los conceptos de comunicación y energía, que reemplazan a la “causa primera” en la metafísica moderna.)

El estudio de la comunicación se convierte, con frecuencia, en el aprendizaje del uso de instrumentos o en la evaluación de las consecuencias del uso de determinadas tecnologías. En uno u otro caso, el instrumento aparece como un mediador más o menos neutro. Hay una historia de los usos de algunas técnicas; hay otra historia, la de la técnica, que se muestra como un proceso de evolución natural, condicionado, en todo caso, por otros hechos científico-técnicos. Uso e instrumento suelen mostrarse como realidades aisladas, cuando no son más que momentos indisociables de un mismo fenómeno.

La razón tecnocrática, meramente instrumental, encuentra su negación en la versión ontológica-moral de la comunicación, consagrada desde sus orígenes: comunicar es comulgar. Más allá de su connotación religiosa, la acción comunicativa es un hecho ético, es decir, político, no instrumental. Habermas subraya la diferencia: “La acción estratégica se distingue de la acción comunicativa, que tiene lugar bajo tradiciones compartidas, en que la decisión entre posibilidades alternativas de elección puede y tiene que tomarse de forma fundamentalmente monológica, es decir, sin un entendimiento ad hoc, ya que las reglas de preferencia y las máximas que resultan vinculantes para cada uno de los actores vienen ajustadas de antemano” (Ciencia y técnica como “ideología”, Tecnos). La perspectiva de la comunicación/cultura asume los problemas de la eticidad, “que sólo pueden surgir en el contexto de la comunicación entre actores y de una intersubjetividad que sólo se forma sobre la base siempre amenazada del reconocimiento recíproco” (Habermas, ídem).

Desde aquí deberíamos reiniciar el camino: estimular algunas tendencias vigentes, cuestionar otras, superar (negar) la mayor parte. Muchas preguntas, por lo tanto, deberían ser alteradas. Lo que está en cuestión es el qué y no sólo el cómo. No se trata de describir apartándonos, sino de construir un saber que nos incluya, que no podría dejar de incluirnos. La relación comunicación/cultura es un salto teórico que presupone el peligro de desplazar las fronteras. Pero, justamente, de eso se trata: de establecer nuevos límites, de definir nuevos espacios de contacto, nuevas síntesis. En vez de insistir en una especialización reductora, se propone una complejidad que enriquezca. Nada tiene que ver esto con la llamada interdisciplinariedad que, aun con las mejores intenciones, sólo consagra saberes puntuales. Se pretende lo contrario: hacer estallar los frágiles contornos de las disciplinas para que las jerarquías se disuelvan. La comunicación no es todo, pero debe ser hablada desde todas partes; debe dejar de ser un objeto constituido,
para ser un objetivo a lograr. Desde la cultura, desde ese mundo de símbolos que los seres humanos elaboran con sus actos materiales y espirituales, la comunicación tendrá sentido transferible a la vida cotidiana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario